sábado, 5 de octubre de 2013

Las manzanas del cabrero.


Eran allá los 60´, donde dicen que cambió todo, los beatles desencadenaban la mitomanía, a un católico guaperas le volaban la tapa de los sesos en Dallas, Mao dijo que los chinos iban a remar todos a una, hubo un Mayo donde los que ahora fabrican las injusticias lanzaban entonces piedras a la policía. Los sesenta alumbraron a un tal Malcon y a un tal Luther que les dijeron al mundo que la sangre corre igual de roja por todas las venas, poniendo la suyas como prueba. En esa década el amigo Yuri fue el primer humano que vio el globo más grande y bello que cualquier ojo humano jamás haya divisado. Estos años fueron Woodstock, la luna, el escarabajo, el Ché, son je táime... moi non plus, el teléfono rojo, los albores de los Monty Phyton, son el "Apartamento", "Psicosis", el "Verdugo" y "el bueno, el feo y el malo", son los hippies, campanas, el amor libre y "Rayuela", es el "martini agitado, no revuelto" y los Picapiedra. Lo sesenta son una España gris y unas manzanas de un cabrero.

Un cabrero que era un niño que no sabía leer.

Y que robaba unas manzanas del huerto de su padre, regordetas, jugosas, con la primavera comprimidas en ellas, unas manzanas que ya ni se ven, y las intercambiaba por unas clases para aprender a leer.

Mi madre se comió esas manzanas. Y allí, en Asturias, un verano en los sesentas, descubrió su pasión.

Mi madre es una de esas personas afortunadas que pueden decir bien alto que se ha dedicado a aquello que les removía el alma. Hoy, ella, se ha jubilado.

Treinta y siete años de oficio, cotizando, desde que a los veintitrés se sacó una oposición; pero desde los 15 o 16 jalonando, dando clases particulares, o en la privada y todo comenzó un verano con unas manzanas, en la década donde dicen que todo cambió.

La mayor parte de su vida se la dedicó a un barrio. Un barrio con salero, de esos a los que eufemísticamente se les tilda como desfavorecidos; como si los barrios eligieran que viento les sopla. Y ahí dedicó un buen racimo de años a esos más de quinientos niños que por sus manos pasaron. Con todos persiguió el mismo propósito, más allá de que entendieran la tabla de multiplicar o de que memorizaran que las esdrújulas siempre llevan tilde, les ayudó a convertirse en personas, en buenas personas. Con el tiempo alguno de sus alumnos fueron padres o madres y la confiaban de nuevo a sus retoños y ella misma se sentía así un poco abuela.

En Rabesa se la quería, y yo lo sé de sobra por una anécdota. No sé, tendría dieciséis o diecisiete o así y andaba por la noche con una litrona, en esa época donde te crees el dueño y señor del mundo y que todos están equivocados menos tú. En esto que te metes en pelea y en esto que te van a dar una buena somanta palos por gilipollas y por ahí se oye a uno susurrar "¡coño, que es el hijo de la señorita Claudia!" y esa etiqueta te salva, y de repente te dejan, y gracias a ella vuelves esa noche casi inmaculado a tu cama. Como castellana a la que nunca se le quitó el acento, nacida en Tudela de Navarra casi por error y criada en León, a mi madre nunca se le pasó por la cabeza abandonar esa bandera que con tanto orgullo ondeaba: ella era Rabesera.

Los recuerdos se me agolpan: peleándose con el ordenador porque vio desde muy temprano que aquella herramienta lo iba a cambiar todo, domingos corrigiendo o preparando clases, vete a recoger esas fotocopias para mis niños, voy a comprar una corchetera para mi clase, unos bocadillos de sobra para la excursión pa que nadie se quede con hambre y esas horas de fatiga interminable achicando burocracia cuando era directora y así los días, semanas, meses y años que también se debía el empeño de educarnos, a su hija y a mí.

En el otoño de su vida tuvo sus reconocimientos y medallas, eventos que encajaba mal porque fue siempre uno de esos bichos raros que toman las riendas, asumen responsabilidades, y arriesgan pero que cuando los focos la alumbraban se incomoda y encoge, sintiéndose como pez fuera del agua. Yo me perdí esos homenajes porque ya estaba en Londres a puñetazos con el inglés.

Ahora la ha tocado retirarse, en un colegio extraño, en el que apenas anduvo un mes, donde sus nuevos compañeros casi que no han tenido ni un pellizco de esta mujer. en una tierra cálida y mágica, en los márgenes del tiempo. Allí en Lanzarote persiguiendo el verano perpetuo, en esta nueva aventura y cerca de su niña espero que sepa que sus hijos están y han estado muy orgullosos de ella y hablando por mi hermana y por mí (Didi, creo que no estarás en desacuerdo) nuestra madre es que es la puta ostia en verso, ¡pa que os vamos a engañar!

Ella es una afortunada. Una de esas personas que eligen ser felices.

Desde aquel verano es Asturias.

Desde aquellas manzanas.

Desde aquel cabrero al que por primera vez enseñó a leer.

En esa década que lo cambió todo.

Mi madre es maestra.





Un beso mamá.

Porque el amor siempre fue lo que tú en verdad enseñabas.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Y lo que nadie sabe, porque sólo lo sé yo, es que ni un sólo día durante cuarenta años ha tenido el menor atisbo de duda acerca de su vocación.

Jorge dijo...

Grande homenaje para una madre y una maestra!

Álvaro desde aquí quedas contratado oficialmente como responsable de escribir mi epitafio, porque creo que cuando nos llegue a nosotros el momento no habrá ya jubilación que valga...