“Historias de Londres” es uno de
esos libros, de los pocos, que les guardas apega como objeto. Es por
eso que su legítimo dueño ha tenido que esbozar un astuto plan para
que no me cupiera más vergüenza, para que de una vez por todas
venciera mi trasnochado fetichismo y no me fuera posible no
devolvérselo. Por eso que me prepongo leérselo a mi hijo.
Entre las crónicas que Enric Gonzalez,
como corresponsal, mandaba desde Londres se fueron colando su vida y
un creciente enamoramiento por la ciudad que le acogía. Los supo
plasmar con un estilo cálido en las que las palabras te envuelven
como el calor de la chimenea de una de esas casas victorianas de
Holland Park te protegían contra el invierno, en un tiempo de
chisteras, chelines, y coches a caballos.
Londres se derrama en la prosa de
Gonzalez, y en su prosa Londres rebosa.
Mariano, mi amigo, en las orillas del
viaje que íbamos a emprender a la antaño capital de un Imperio, se
compró el libro, y ambos lo leímos. Los dados nos colocaron en el
West, donde las hordas de inmigrantes polacos establecieron sus
destinos, el barrio cuyo nombre había tomado una productora
cinematográfica que le había dado perlas a la historia de la
comedia más de cincuenta años atrás, “The man in the white
suit”, “the ladykillers” “The Golden cage” pueden alegraros
cualquier tarde de domingo... aquello era Ealing y la calle Lothair.
Varias mudanzas, aventuras,
chaparrones, y muchas tazas de Earl Grey después, Mariano se marchó
de Hammersmith, de la casa del 10 de Mylne Close, con sus cajas, su
maleta, y sin su libro. Enric González y sus historias se quedaron
atrás, conmigo.
En la vida siempre hay días de
inventarios, en los que pasas lista, y te das cuenta de lo que te
falta, de lo que ya perdiste y de lo que puedes recuperar. Mariano
pensó que “Historias de Londres” era recuperable y en ese empeño
se puso desde el primer minuto. Yo le di largas, excusas, bostezaba y
cambiaba de tema, hacía como que no oía, le invitaba a una cerveza,
miraba a la calle a la chica que pasaba en bicicleta con el rostro de Ophelia de Millais, incluso intenté sembrar la duda del título de
propietario y casi que me creí yo mismo mis ficciones. Pero no, fue
el quién pago, en la Casa del Libro de la calle Velazquez, Sevilla,
cinco años atrás, ¿o fue en la Fnac? No lo recuerdo, pero él lo
pago, esa es la verdad.
Resolví no devolvérselo. Lo
reconozco. Así sin más. Hasta con cierto punto de chulería, la chulería que te da saber que no tienes la razón. Pero si era
cierto que él había sido quién había desembolsado los dieciséis
euros que en la contraportada, arriba del código de barras, se
mostraban como precio; no era menos verdad que había sido yo quién
lo había mantenido a buen recaudo en los últimos tres años. Y peor
aún, yo jamás me lo hubiera dejado atrás olvidado. Lo sentía tan
mío como él suyo. Y sé que él lo sabía. Si yo tengo mis manías
con mis libros Mariano está preso de su propio catálogo de rarezas
con los suyos, nadie mejor que él para entenderme.
Ese libro se iba a quedar conmigo...
...pero el muy cabrón dio con la
manera. Viejo zorro.
Abrí el sobre y allí lo tenía entre
mis manos. Otra edición, otro libro, las mismas historias. Si
hubiera tenido entonces una de esas chisteras, habría cogido un
puñado de chelines, tomado un coche de caballos, llegado hasta su
puerta y me habría “quitado el sombrero”. Ya no son esos
tiempos. Así que ya sin excusas, embrujado por su audacia,
simplemente se lo dejé el otro día en su casa, encima del brazo del
sofá de piel negro, mientras me bebía uno de sus gazpachos.
Y ahora se lo voy a leer a mi hijo, al
que está creciendo ahí dentro en la barriga de su madre. Obedece a
un doble motivo. Les tengo tanto aprecio a las historias de Enric que
no puedo evitar hacer de su libro un objeto importante, algo que
no me quiero olvidar cuando mueva maletas, o que me de igual si extravío, se quema o roban. Así que cada noche pasaré un par de páginas de
este ejemplar que Mariano me ha regalado para recuperar el suyo, le leeré en voz alta, porque parece ser que el bebé
escucha, que le relaja; para que Lobo, que es como ahora le llamo, se
vaya enterando gracias a las entrañables anécdotas, a los efímeros
instantes de vida cotidiana, a las pequeñas historias tejidas en los
márgenes de la Historia con mayúsculas que Enric supo plasmar
magistralmente en sus letras, de lo jodidamente importante que fue
esta ciudad en la vida de su padre.
Yo amo Londres. Y si todo sale bien mi
hijo nacerá Londinense.