Hubo una vez que quise ser guionista y con mi ingenuidad a cuestas cargué la mochila con mis proyectos, guiones de largos, sinopsis, cortos, documentales... y me fui a la capital. Hice que a un mapa le saliera el sarampión al marcarlo con decenas de puntos rojos, allá donde las productoras tenían sus sedes, y durante una semana me dediqué a aporrear puertas.
Una mañana había quedado con el típico amigo de amigo, un actor que llevaba años pateando escenarios y ganándose la vida poniéndose en la piel de otros, para que me orientara un poco en lo que buenamente pudiera. Y allí que lo esperaba en Sol, fumándome un cigarro cuando un tipo cámara de foto en manos y a unos dos metros de mí empezó a hacerme señas para que me apartase. No lo acababa de entender muy bien, tenía toda la plaza para hacer el retrato, pero aún así me desplacé un par de pasos. Inmediatamente mi posición vino a ser ocupada por dos mujeres, mis dotes detectivescas dedujeron que aquellas eran madre e hija, y el de la cámara tenía todas las papeletas de ser el yerno. Señalaron hacia el suelo, sonrieron y el tipo tomó la foto. Éste con un gesto me vino a dar las gracias y se perdieron entre la gente que aquel día pululaban bajo el sol castizo de Madrid...
Lo prometido es deuda y al final de lo que dije que iba a hablar en este artículo es de lo que hablo en este artículo, mira por donde, un poco de coherencia. Si quieres seguir, pincha aquí
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