Yo tuve el placer y el honor de
asistir, intermitentemente, a un taller literario que impartió Jose
Antonio Francés en la casa de cultura de nuestro pueblo. Dudo que se
acuerde de mí, yo era demasiado ingrávido. Fui lector de su primera
novela publicada si no tengo entendido mal, “El plan
intrascendente”, de cuya lectura guardo un grato recuerdo. Estuve
presente el día en que propuso “Infame turba” como apelativo
para lo que a la postre se convertiría en una serie de medio
gacetas, libritos de poemas donde muchos de mis vecinos vertieron sus
versos y talentos.
Mi intermitencia me privó de aquello.
Y me he vuelto a reencontrar con él
gracias al artículo de opinión que ha publicado Vísperas, revista
digital en la que me enorgullezco colaborar.
Me he quedado estupefacto. Y con esa
estupefacción pretendo debatir un poco sus ideas.
Su artículo, que os invito a leer porque está escrito con jugosa maestría, gira en torno a lo
que denomina la “amenaza digital” que consiste en la ausencia de
filtros profesionales a la hora de que los, tildémoslo de escritores
amateurs, inunden la red con sus relatos, cuentos y novelas con la
intención no sólo de ser leídos sino de obtener rédito económico
de ello, generándose un inevitable proceso de degradación donde uno
es incapaz de discernir el grano de la paja, en un infumable babel de
infinitos autores de medio pelo que no saben ni construir un párrafo
coherente. Francés adula el mecanismo, el sistema que salvaguardaba
el canon literario, la literatura en definitiva que merecía ser
publicada a pesar de los clamorosos fallos y servidumbres de mercado, como él mismo subraya.
Yo en cambio creo que los clamorosos
fallos, la servidumbre al mercado y todo el tejido de favores,
influencias, gremialismo, lealtades, de las que adolece la Industria
Editorial no son tan baladíes ni merecen ser apuntados tan la
ligera. A muchos escritores, más a los nóveles, se las hacían
pasar canutas e incluso Francés lo admite configurándolo casi como
un rito iniciático imprescindible donde se pone a prueba la
tenacidad y la resistencia al fracaso, virtudes que todo escritor
maduro que se precie debería atesorar. Al final publicar es como
correr una maratón, los que no llegan a la meta es que no tenían
madera suficiente.
Claro que dentro de los límites de lo
que llamamos Industrial Editorial hay desde grandes conglomerados que
contribuyen a que un libro horripilantemente escrito como “Wicked:
memorias de una bruja mala” no sólo sea un éxito de masas sino la
gallina de los huevos de oro en su adaptación a la gran pantalla y
al musical; así como pequeñas editoriales de calidad que no se
rigen únicamente por los valores del mercado e intentan, casi
siempre desde cierto ángulo ideológico, llevar a la imprenta obras
con un valor intrínseco literario.
Cuando Francés los llama
“profesionales” supongo que se referirá a especímenes tan
contrapuestos como los que no publican ni una frase a no ser que un
estudio de mercado les garantice una serie de ceros en sus cuentas
corrientes, allende la calidad literaria, como a aquellos románticos
que se empeñan en mostrar al mundo los párrafos de los que
consideran genios incomprendidos a pesar incluso de pegarle bocados a
sus propios bolsillos.
Sea como fuere, ambos extremos, tienen
algo en común: la verticalidad. Son ellos quiénes deciden a quién
y qué libros se pelean en las estanterías. Cuáles páginas son las
que yo, como lector, voy a poder ojear en las dos horas en las que me
abandono en una librería por el mero placer de descubrir tesoros
entre mis manos.
A diferencia de Francés tengo en mucha
mayor estima al lector. Creo que el lector leerá lo que le parezca
bueno o entretenido o importante, lo que le llene a él en
definitiva. Y generalmente se abstendrá o abandonará lo que
considere rematadamente malo o lo que rematadamente le aburra. Y
creo, además, en como a base de leer cada lector contribuye a afinar
su propio gusto. Así como a nadie que no haya descubierto el placer
de leer le aconsejaría empezar con “Rayuela”, menos aún estimo
que alguien pueda tirarse toda su vida nutriéndose exclusivamente
con las pésimas novelas de Robert Ludlum. Como gente hay para todo
quizás algunos son capaces de saborear el “Ulises” de Joyce a la
primera como conformarse décadas adictos a Corín Tellado, la curva
de Gauss tiene extremos, pero la mayoría sobrevive en su abultada
joroba.
Y en esa joroba donde la gente
corriente hace sus vidas considero que la horizontalidad que trae
pareja consigo la era digital es, más que una amenaza, una
oportunidad. Y en la coexistencia de esa horizontalidad de la
autopublicación en internet, más la verticalidad y sus filtros en
busca de pepitas de oro -ya sean por su calidad literaria o por su
potencial comercial- de la industria editorial, estimo que todos
podemos salir ganando. Autores y lectores.
Es obvió que estamos en el gateo de
una nueva era y como tal hay ciertas figuras que se tambalearán,
incluso algunas desaparecerán, muchas se reinterpretarán y algún
que otro nuevo rol veremos bajo el sol. Se corregirán abusos como el
obtuso empecinamiento de vender casi al mismo precio el libro en
soporte digital que en analógico, y digo obtuso porque algunas
editoriales deberían buscar en su catálogos algún libro que
estudie la fijación de precios y quizás descubran que ya no cuela
vender una mercancía a los mismos euros cuando te estás ahorrando
el grueso de los costes de producción y distribución; aún más
cuando existen alternativas, ilícitas pero muy reales, de conseguir
esa misma mercancía completamente gratis. El paradigma
indudablemente se está transformando y si antes considerábamos que
el escritor medio era un tipo que se pasaba el día escribiendo para
vender de tanto en tanto una media de treinta mil ejemplares con los
que pagar las facturas y seguir incluido en los círculos viciosos de
presentaciones, festivales, firmas y actos donde lisonjear y ser
lisonjeado, quizás pasemos ahora al profesor de instituto o al
fontanero o al periodista que con algo de tino añadirá a sus
emolumentos un extra, gente corriente que quizás se tomen años
sabático para terminar esas historias que les han raptado.
Es una amenaza. Sí, lo es. En cierto
modo, sobre todo para aquellos que de haber nacido cuando Gutenberg
inventó la imprenta se hubieran consternado por la innegable pérdida
de la artesanía de los copistas. En el fondo es una lucha de poder
tal y como Nietzsche la entendería. Y del poder, incluso cuando su
moneda es el conocimiento, cuesta desprenderse.
Es una oportunidad. También. Yo
escribo. No me gusta catalogarme como escritor porque mis escritos no
me han pagado todavía ni un café. Tengo escrúpulos. Y ahora mismo
estoy enfrascado en una novela de ciencia ficción. También soy
lector y observo que ahí fuera, en el mercado, hay muchos a los que
envidio su talento literario, y con Francés me une el axioma de que
sólo el trabajo duro me irá puliendo para parecerme algo a los que
tanto admiro; pero también he tenido entre mis manos bazofia en
papel reciclado que para mi desánimo copan muchas veces las listas
de ventas. Para decirlo en plata, hay cientos que se ganan la vida
placenteramente siendo mucho peor con la palabra que yo. Si termino
la novela, ojalá, me pelearé, escribiré cartas, emails, buscaré
certámenes y concursos, gastaré en teléfono y saliva, con la
ilusión de que alguien confíe en mí, con la ilusión de pasar esos
filtros. Pero si lo que me encuentro son puertas cerradas, despachos
con colas zalameras, camarillas y demasiadas negativas, no siempre
efectuadas en base a la falta de calidad de tu trabajo, se abre ante
mí un nuevo abanico de posibilidades. Bienvenidas sean.
Que se me ofrezca la alternativa de la
autopublicación sin por ello esquilmar mi bolsillo es cuanto menos
un acicate más para seguir intentándolo. Quién sabe, quizás con
suerte y un poco de promoción en las redes, blogs y social media;
que lleva el mismo esfuerzo y tiempo que descollar la cabeza en los
vetustos cafés, revistas y tertulias de antaño, me dé para pagar
un vuelo barato y visitar Santa Sofía y el sumo placer de saber que
quizás media docena o quinientos o tres mil tipos le han dado al
click para leer la novela. Y puestos a ser como la lechera, quién te
dice que no pondrá alguien los ojos en ti y te de la alternativa en
ruedos de más altos vuelos. Y el cuento de la lechera, Francés, es
ingenuo pero mucho más alentador que la amarga tristeza de condenar
el fruto de tu trabajo a un cajón polvoriento porque un tipo o siete
dicen que no vale la pena, que el mercado no está preparado para tus
ideas o que la crisis impide derrochar crédito en nóveles.
Así que en ese maratón donde quizás
llegue el día que me pueda pagar la cafeína con el teclear de mis
dedos, las redes serán el respiro que me iré tomando de vez en
cuando sin dejar de mirar de reojo la meta. Hace casi veinte años,
cuando asistí intermitentemente a tus clases, aquello era sino
imposible, si mucho más caro. Y en esos tiempos lo que tú empujaste
y sirvió para alentar a muchos a guerrear con la poesía y que
dentro de mi quizás candorosa filosofía tiene ya de por sí un
valor incalculable, no difiere tanto de una web de relatos colectiva
o un libro puesto con mimo en Amazon.
¿Por qué tanto miedo?
Uno sólo ventila si abre las ventanas.
La literatura, como la vida, mejor en
manos de los que la aman; profesionales o no.